lunes, junio 04, 2007

Vender humo por Alberto Ruiz de Samaniego



Hay quien ve «cierto estremecimiento a flor de piel» en los vídeos de dibujos de la suiza Zilla Leutenegger (1968) y también hay incluso quien aprecia en sus monótonas imágenes un «aire fantasmagórico» que cuestiona nuestras categorías de espacio y tiempo. Ya son ganas de ver, porque lo cierto es que no hay tal, sino más bien nada. La entronización de la banalidad y la idiocia ha llegado a unos límites verdaderamente insuperables en los circuitos de arte contemporáneo, en medio de un patetismo hermenéutico sin precedentes que, teñido de un antielitismo paternalista y ridículo, y de un miedo cerval a todo lo que ellos entienden por «metafísico», tiende a confundir el encefalograma plano con el gusto mayoritario y un cierto aire de época.


¡Qué cosas tiene mi novio! En esta inmensa y henchida noche de gatos pardos se cuela Zilla Leutenegger, de quien, en nota de prensa del CGAC, se nos comunica ?en estupenda prosa patafísica? que, «antes de iniciar su carrera artística de forma consciente (sic; aunque esto es ciertamente discutible), trabajó durante cinco años para una compañía de moda como compradora, lo cual hizo que visitara a menudo Hong Kong. Atraída por la libertad creativa de su novio artista, decidió dejar su trabajo y dedicarse al arte». No sé muy bien cómo he de interpretar estos datos suculentos, y, desde luego, la inopia mental en la que la joven suiza se mueve no ayuda gran cosa: «No sé con exactitud de dónde vienen algunas de mis obras. Tengo la sensación de que provienen de algún lugar entre lo que recuerdo del pasado y lo que veo y hago hoy en día. No estoy segura de poder explicar cómo se une eso. Pero estamos hablando de esto como si hubiera algún concepto, y no creo que en mi trabajo haya uno. No hay plan».

Efectivamente, de lo que no se puede hablar, hay que callar, pero en este caso, no por razón wittgensteiniana, sino porque no hay nada que se muestre detrás de lo inexpresable, lo vago o, simplemente, la evidencia que ningún artista puede negar de que su obra podría situarse «en algún lugar entre lo que recuerda del pasado y lo que hace y ve hoy en día».

En sus vídeos de dibujos de «factura sencilla y trazo rápido», también considerados «frescos, e, incluso, elegantes», Zilla Leutenegger despliega un imaginario raquítico y cansado, a fuer de cansino: muchachas fumando en pose de lascivo descanso en habitaciones privadas; mujeres en escenas solitarias tan banales como repetitivas. Gestos domésticos, miméticos, narcisistas, sin una exigencia contextual concreta que los vuelva mínimamente interesantes para nadie que no sea Zilla Leutenegger. De ellos se nos dice, sin embargo, que «abren las puertas a un imaginario fantástico y sorprendente». Yo no aprecio más que acciones tendencialmente inútiles, si no estúpidas, que funcionan al modo del tedioso diario de un ser irrelevante y anodino: «Así, Zilla se mira a sí misma en el espejo de forma detenida; hace ejercicios de gimnasta; baila de diferentes modos con distintos atuendos; se quita un moco; o se ocupa con otras actividades no más espectaculares e igualmente cotidianas».
Andar muy perdido.

Acabáramos; al fin de lo que se trata es de la letanía asfixiante de ese nuevo costumbrismo modernete tan cosmopolita y huero como una canción de discoteca ibicenca. Confundir la sencillez con la impericia y la falta de toda exigencia compositiva con la frescura, y considerar elegante lo que no llega a ser significante, es en verdad andar muy perdido. Pero, al cabo, parece que también se trata de eso, dado que a nuestra amiga suiza «la vemos cambiando de postura, haciendo muecas con la boca y respirando levemente. Un momento más cotidiano y al mismo tiempo más íntimo y solitario prácticamente no existe. Y al espectador tampoco se le dan más pistas; no sabe nada sobre los sueños de Zilla».

¡Pobre espectador! Siempre acaba siendo el pagano de la estulticia o la mala conciencia de quien confunde estos ejercicios de vacuidad con la poesía o, incluso, la reflexión, el ensimismamiento o la incomunicación con la ignorancia vana y encantada de haberse conocido; la intimidad o la vivencia, con la desidia, y las historias frágiles con la insustancialidad inarticulada. En fin: pase que nuestra humana condición haya siempre de conformarse con fragmentos de una posible historia inconexa ?y en eso Leutenegger no aporta para nada novedad alguna?, pero desde luego, lo que no admito es que, como afirma un amigo ?supongo? de la artista: «Zilla somos todos». Eso sí que no. Yo al menos no confundo libertad creativa con esto.

Ni yo, ni nadie, vista la íntima soledad ?ésta sí? en la que contemplé, como por lo demás siempre sucede, los infaustos vídeos. Era tal, que cuando desperté entre el humo y el asombro ni siquiera el dinosaurio estaba allí.

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