martes, octubre 23, 2007

El mercado de las ideas y, por ejemplo, la Pay Station - Marta Peirano


Ahora, ésta os va a encantar: en pleno lanzamiento de la PSP en las américas, un juez de distrito de Oakland, California, ha ordenado a Sony Computer Entertainment Inc. (jp) y su filial americana el pago de 90.7 millones de dólares en concepto de daños a la empresa Immersion Corp. Además, Sony deberá detener inmediatamente la venta de productos que utilicen los controladores Dual Shock (los que tiemblan), así como otros cuarenta productos de software (aka videojuegos) que circulan por el mercado. Bienvenidos al maravilloso mundo del mercado de patentes.

El momento cumbre de Immersion corp. en el sector tecnológico fue la firma de un papel. Concretamente, la patente sobre el feedback táctil, el uso de dispositivos electrónicos controlados por un ordenador con un motor que vibra para estimular al usuario. Ese papel les ha reportado ya pingues beneficios, incluyendo 26 millones de dólares de Microsoft, ayer demandado por infracción de licencias, hoy parte del accionariado de la compañía; le han metido un puro a Sony por segunda vez y habrá que ver lo que pasa con el resto de los fabricantes de consolas. Esta empresa es el ejemplo perfecto de lo que vamos a ver en casa como las cosas se tuerzan del todo en Bruselas.

Las licencias y la responsabilidad. Tanto la oficina de patentes como el circuito legal del copyright se han convertido en el parquet de un nuevo mercado a explotar: el de las ideas. Propuestas empresariales como Intellectual Ventures, denominada la empresa del siglo XXI, son el ejemplo perfecto de ese nuevo mercado, un sistema de compraventa de un bien extremadamente sobrevalorado. Porque no nos engañemos: las ideas no valen tanto. Las musas de las ideas son ejemplarmente promiscuas; hasta el más borrico ha tenido una gran idea alguna vez, generalmente en el bar, después de unas cervezas. Lo realmente valioso, y raro, es su materialización.

Todos tenemos grandes ideas que cambiarían el mundo pero muy pocos tenemos la energía, el valor, los recursos o los conocimientos necesarios para convertirlas en realidad. Todos hemos salido del cine más de una vez pensando: vaya mierda de película, yo lo habría hecho mejor, pero no todos vendemos la casa para rodar un documental. ¿Qué ocurre cuando el hecho de haber tenido una idea brillante nos convierte en la única persona con derecho legal para llevarla a cabo? ¿Estamos todos capacitados para sacar adelante cualquier cosa que se nos ocurra, explotando todas sus ramificaciones hasta agotar la última posibilidad? Y lo que es más importante: ¿es justo que bloqueemos el camino a otros que sí lo están?

El mercado de las ideas deifica la posibilidad pero obstaculiza su ejecución. O, en otras palabras, premia al especulador y castiga al currante. O lo elimina. Empresas como Immersion empiezan trabajando en un proyecto que cambiará, mejorará o, sencillamente, ampliará el mercado tecnológico de una manera u otra. Hagan lo que hagan, tendrá que ser nuevo o mejor que lo que ya hay, porque si no no hacen negocio y la empresa fracasa. Son empresas llenas de técnicos, ingenieros, programadores y expertos que trabajan diez horas al día para ser los mejores. Pero ¿qué pasa cuando esa empresa gana la lotería patentando una idea que pega la campanada en un sector multimillonario, como es el caso de la industria del videojuego? Lo que pasa es casi un chiste de los cínicos en la industria: el romance con la innovación se acaba y los técnicos, ingenieros, programadores y expertos se van; es la era de los abogados. La compañía se ha convertido en un capítulo de Ally McBeal.

Es un hecho: la mayoría de las empresas que patentan licencias millonarias abandonan la innovación y acampan en el juzgado. Es igual que en el Monopoly: cuando has colocado cuatro hoteles en las calles de más valor ya no quieres seguir circulando, es mejor acabar en el trullo y cobrar peaje a todos los demás. Las ganancias ya no proceden de tu capacidad de innovar sino de coartar los avances de los que vienen detrás, convirtiendo el mercado del desarrollo en un campo de minas que, en última instancia, acaban explotando bajo los pies del consumidor en forma de productos deficientes o precios disparatados.

A mi Sony no me da pena, se lo pueden permitir. Lo que me da pena es el impuesto revolucionario que nos tocará pagar ahora por tener un mando molón, de los que tiemblan cuando viene el malo. Eso, y lo que está por venir.

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